No sé cuál es mi absurda insistencia de irme a dormir pensando que mañana será diferente.
Pensando que tal vez existe ese instante que nos observará inmóvil, que perpetuará en segundos nuestra invulnerabilidad. ¿Cuándo se es más débil que cuando se está queriendo en desmesuro?
Pero insisto en levantarme creyendo que debo esperar ese día. La espera me hace impaciente, pero espero. Y mientras más impaciencia reúno en mis deseos, más te quiero y más te extraño.
Yo sé que mis recuerdos debieran morir como la hoja otoñal que se olvida en los gélidos días de lluvia, pero no puedo. No puedo olvidarte. No puedo ausentarte de mi sangre, aunque la realidad sea divergente, sea invariable, inalterable por ti, imposible de conservar por mí; no puedo dejar de soñar.
Soñar que por un momento no existió nadie más aquí. Que fuimos dos en cada latido.
Si no vuelves, no habrá vida, no sé lo que haré.
No sé lo que haré.
No recordaba lo qué es querer, mirando impertérrita la imposibilidad de no poder dejar sentirlo, de no poder dejar llenar todo el espacio, todo mi espacio, todo el mundo, mi mundo. De no poder dejar ver la intranquilidad de mis latidos, de mis sentidos cuando estás cerca. De frenar la locura que mi sentir desata, lo ínfimo de mi estructura, la debilidad del ser humano. La adicción en que te conviertes a cada minuto en que respiro, en que te pienso y necesito.
Si no vuelves no habrá vida, no sé lo qué haré.
No sé lo que haré.
Sólo piensa qué es tenerte sin tenerte. Y el dolor de dejarme atar el sentimiento, de dejarme atar las lágrimas y las manos, y verte lejos de mí, cerca pero lejos de mí.
Si no vuelves no habrá vida, no sé lo qué haré.
No sé lo qué haré.
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