(Voladas de obsesa obsesiva)
Hace mucho que la gente viene diciendo, acá en Chile, que uno tiene que ser cómo es y ya, sin importar nada de lo que piensen o digan los demás. Autenticidad.
Yo pues... siempre he tenido problemas por apelar siempre a mi inquebrantable transparencia, y defender mi forma de ser.
Pero he descubieto que, efectivamente, hay un incipiente arraigo con el tema y que la loca idea de Bart Simpson en aquel capítulo de ser cómo se es, no es tan mala. No todos somos rebeldes.
Pero cuando un hombre casado te dice eso es porque está buscando algo.
Es porque quiere algo, y ya sabemos a que algo me refiero. Sé tú misma, sé cómo eres y que no te importen los demás.
Si la vida fuera tan simple.
Pero para mí lo es. ¿Es realmente algo bueno poner a prueba la fidelidad de los que dicen ser fieles?
Anoche por temas personales tuve que quedarme más de la cuenta en el trabajo, y me encontré con un hombre que se las ha traído cortejándome este último tiempo. Cuando llegué a mi escritorio tenía un correo de él en mi Bandeja de Entrada, lo leí y se lo respondí, era una bromilla alusiva a cómo me vio, ya que me envió el correo porque se percató de que seguía en la oficina. Y así durante mucho rato. No niego que me presté sin pensarlo mucho al juego de los correos y las insinuaciones hasta que comenzó a enfocarse en subir a la oficina porque sabía que estaba sola. Lo cierto es que yo no estaba muy entusiasmada porque el tema de hacer esa clase de cosas en la oficina me histeriza un poco por las jodidas cámaras, sé que no están en nuestras oficinas, pero de cualquier manera me persigo.
Finalmente, mi evasiva no funcionó para nada, porque mi deseo de cualquier manera estaba latente y generando una tensión sexual o más bien una efervescencia que quizá lo arrastró a llegar hasta las circunstancias en la que terminó la conversación.
De pronto me dijo ya, voy a subir y yo me quedé muda en el teléfono.
Voy a subir, repitió y le dije, bueno, muy relajada, como si no me importara.
Pero llegó y toda mi personalidad de niña fuerte y blah, blah, blah se pulverizó. Fue extraño, pero fue. Y se lo dije.
Oye sabes qué, quiero darte un beso, de verdad, pero aquí no puedo, no sé por qué, en verdad no sé, pero no puedo.
Pero yo sí, dijo, y comenzó acercarse peligrosamente, pero supe escabullirme de su imperiosa necesidad.
Luego, lo sé, caí como cualquier mujercita de esas de 32 que fuman mucho, beben mucho y tienen un problema con el bulto que se amortigua en la cadera del pantalón, que hacen dietas inútiles y rallan por un tío que sepa darle un buen uso a su cavidad cóncava que espera por su convexa y, a su ego ametrallado por la vida mísera en que se dejan caer. No había necesidad, sinceramente, no había necesidad, porque no tengo 32 y tampoco fumo, si bebo pero no soy dependiente, tengo un abdomen aún plano por los ejercicios y mi fresca edad, así que no necesito dietas, aunque sí un tío... No miento, el deseo estaba ahí rebozante de lujuria apagada por las rupturas que no se concretaron, sino que simplemente se difamaron en el aire.
Y necesitaba un beso, un beso con química, un beso que me encendiera, un beso que humedeciera mis labios y que me obligara a apretar los puños. Y lo tuve. Lo llevé a una oficina oscura, lo senté y lo besé, fue raro, claro, el tío es que casi me dobla en edad, y yo ahí entregada a mi deseo, segura que podría ser cualquiera de los galanes a quien realmente he deseado en esta vida, como Mauricio Pardo, Eduardo, Marc, Bruce Willis (el actual Bruce Willis por cierto) o Ben Affleck, pero no eran, era él, y me gustaba su olor a perfume barato de hombre, me gustaba la suavidad pero la firmeza de sus caricias y dentro de mí, quería más, pero fuera de mí, eso era una locura, pero no me podía controlar. Hacía más de dos, quizá hasta tres meses, no suelo contabilizar el tiempo en que mi cuerpo no siente fricción con otro, pero se me vino todo, estaba ahí como fiera en celo, seduciendo a ese hombre mientras sentía cómo, progresivamente, se humedecían sus manos, se entibiaba el bulto entre sus piernas y respiraba entregado también.
Estaba preocupado, claramente preocupado. Porque antes de que comenzara a incitarlo al fuego, el hombre entre tartamudeos dijo que yo quería ser grande, yo le dije que no. De hecho no me interesa, qué edad más linda esta que tengo, pero que mi actitud sea la de una mujer, no significa que quiera ser más grande, sencillamente ya soy mujer, pero ante esa cosa de que, eventualmente, él podría haber sido mi padre se aterró, pero le encantó después. Además seguro pensaba en su mujer, en cómo la miraría después de eso.
Y cuando el escenario estaba comenzando a llevarnos a las puertas del infierno por cabrones, pensé yo en su mujer, y controlé mis instintos perversos a esa altura de lo avanzado. Y se acabó. Lo dejamos así.
Bajamos juntos en el ascensor, pero ya no había nadie en ninguna de las oficinas. Sólo el portero que con cara de haber visto todo nos miró pícaro. Nos despedimos lo más fríamente posible y partí. El metro estaba a punto de cerrar y logré abordarlo. En todas las estaciones no podía dejar de pensar en esa mujer que lo estaría esperando en su casa, si es gorda o flaca, dulce o amargada, me daba igual, sólo tenia en la cabeza la idea de que se querían y tenían un lazo mucho más imprescindible que lo que estuvimos haciendo. Y no podía dejar de pensar en que mi manera de ver a los hombres se ha ido mimetizando con la de ellos.
Para mí, fue sólo eso. No podría jamás enamorarme de él. Es guapo, sí, vale, vale, payaso, muy macho, de mi perfecto gusto hasta por la perspectiva que tiene de las cosas pero, hombre, es casado y casado con hijos.
(Voladas de obsesa obsesiva)
Hace mucho que la gente viene diciendo, acá en Chile, que uno tiene que ser cómo es y ya, sin importar nada de lo que piensen o digan los demás. Autenticidad.
Yo pues... siempre he tenido problemas por apelar siempre a mi inquebrantable transparencia, y defender mi forma de ser.
Pero he descubieto que, efectivamente, hay un incipiente arraigo con el tema y que la loca idea de Bart Simpson en aquel capítulo de ser cómo se es, no es tan mala. No todos somos rebeldes.
Pero cuando un hombre casado te dice eso es porque está buscando algo.
Es porque quiere algo, y ya sabemos a que algo me refiero. Sé tú misma, sé cómo eres y que no te importen los demás.
Si la vida fuera tan simple.
Pero para mí lo es. ¿Es realmente algo bueno poner a prueba la fidelidad de los que dicen ser fieles?
Anoche por temas personales tuve que quedarme más de la cuenta en el trabajo, y me encontré con un hombre que se las ha traído cortejándome este último tiempo. Cuando llegué a mi escritorio tenía un correo de él en mi Bandeja de Entrada, lo leí y se lo respondí, era una bromilla alusiva a cómo me vio, ya que me envió el correo porque se percató de que seguía en la oficina. Y así durante mucho rato. No niego que me presté sin pensarlo mucho al juego de los correos y las insinuaciones hasta que comenzó a enfocarse en subir a la oficina porque sabía que estaba sola. Lo cierto es que yo no estaba muy entusiasmada porque el tema de hacer esa clase de cosas en la oficina me histeriza un poco por las jodidas cámaras, sé que no están en nuestras oficinas, pero de cualquier manera me persigo.
Finalmente, mi evasiva no funcionó para nada, porque mi deseo de cualquier manera estaba latente y generando una tensión sexual o más bien una efervescencia que quizá lo arrastró a llegar hasta las circunstancias en la que terminó la conversación.
De pronto me dijo ya, voy a subir y yo me quedé muda en el teléfono.
Voy a subir, repitió y le dije, bueno, muy relajada, como si no me importara.
Pero llegó y toda mi personalidad de niña fuerte y blah, blah, blah se pulverizó. Fue extraño, pero fue. Y se lo dije.
Oye sabes qué, quiero darte un beso, de verdad, pero aquí no puedo, no sé por qué, en verdad no sé, pero no puedo.
Pero yo sí, dijo, y comenzó acercarse peligrosamente, pero supe escabullirme de su imperiosa necesidad.
Luego, lo sé, caí como cualquier mujercita de esas de 32 que fuman mucho, beben mucho y tienen un problema con el bulto que se amortigua en la cadera del pantalón, que hacen dietas inútiles y rallan por un tío que sepa darle un buen uso a su cavidad cóncava que espera por su convexa y, a su ego ametrallado por la vida mísera en que se dejan caer. No había necesidad, sinceramente, no había necesidad, porque no tengo 32 y tampoco fumo, si bebo pero no soy dependiente, tengo un abdomen aún plano por los ejercicios y mi fresca edad, así que no necesito dietas, aunque sí un tío... No miento, el deseo estaba ahí rebozante de lujuria apagada por las rupturas que no se concretaron, sino que simplemente se difamaron en el aire.
Y necesitaba un beso, un beso con química, un beso que me encendiera, un beso que humedeciera mis labios y que me obligara a apretar los puños. Y lo tuve. Lo llevé a una oficina oscura, lo senté y lo besé, fue raro, claro, el tío es que casi me dobla en edad, y yo ahí entregada a mi deseo, segura que podría ser cualquiera de los galanes a quien realmente he deseado en esta vida, como Mauricio Pardo, Eduardo, Marc, Bruce Willis (el actual Bruce Willis por cierto) o Ben Affleck, pero no eran, era él, y me gustaba su olor a perfume barato de hombre, me gustaba la suavidad pero la firmeza de sus caricias y dentro de mí, quería más, pero fuera de mí, eso era una locura, pero no me podía controlar. Hacía más de dos, quizá hasta tres meses, no suelo contabilizar el tiempo en que mi cuerpo no siente fricción con otro, pero se me vino todo, estaba ahí como fiera en celo, seduciendo a ese hombre mientras sentía cómo, progresivamente, se humedecían sus manos, se entibiaba el bulto entre sus piernas y respiraba entregado también.
Estaba preocupado, claramente preocupado. Porque antes de que comenzara a incitarlo al fuego, el hombre entre tartamudeos dijo que yo quería ser grande, yo le dije que no. De hecho no me interesa, qué edad más linda esta que tengo, pero que mi actitud sea la de una mujer, no significa que quiera ser más grande, sencillamente ya soy mujer, pero ante esa cosa de que, eventualmente, él podría haber sido mi padre se aterró, pero le encantó después. Además seguro pensaba en su mujer, en cómo la miraría después de eso.
Y cuando el escenario estaba comenzando a llevarnos a las puertas del infierno por cabrones, pensé yo en su mujer, y controlé mis instintos perversos a esa altura de lo avanzado. Y se acabó. Lo dejamos así.
Bajamos juntos en el ascensor, pero ya no había nadie en ninguna de las oficinas. Sólo el portero que con cara de haber visto todo nos miró pícaro. Nos despedimos lo más fríamente posible y partí. El metro estaba a punto de cerrar y logré abordarlo. En todas las estaciones no podía dejar de pensar en esa mujer que lo estaría esperando en su casa, si es gorda o flaca, dulce o amargada, me daba igual, sólo tenia en la cabeza la idea de que se querían y tenían un lazo mucho más imprescindible que lo que estuvimos haciendo. Y no podía dejar de pensar en que mi manera de ver a los hombres se ha ido mimetizando con la de ellos.
Para mí, fue sólo eso. No podría jamás enamorarme de él. Es guapo, sí, vale, vale, payaso, muy macho, de mi perfecto gusto hasta por la perspectiva que tiene de las cosas pero, hombre, es casado y casado con hijos.
(Voladas de obsesa obsesiva)
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